miércoles, 14 de marzo de 2012

¡DILO!


Una noche, después de leer uno de los ceintos de libros para padres que he leído, me sentía un poquito culpable porque éste describía algunas estrategias que no utilizaba desde hacía bastante tiempo. La principal consistía en que el padre hablara con su hijo y usara esas dos palabras mágicas "Te quiero". Hacía hincapié una y otra vez en que los niños necesitan saber que los padres realmente los quieren de manera incondicional e inequívoca.

Subí al cuarto de mi hijo y golpeé la puerta. Lo único que oí fue su batería. Sabía que estaba ahí pero no contestaba. Entonces abrí la puerta y, como era de esperar, estaba sentado con los auriculares puestos, escuchando una cinta y tocando la batería. Me adelanté para atraer su atención y le dije: ¿Tim, tienes un minuto?Sí, claro, papá. Siempre tengo un minuto contestó. Nos sentamos y después de unos quince minutos de mucho palabrerío y vacilaciones, le dije: Tim, realmente, me encanta cómo tocas la batería.

Oh, gracias papá, aprecio mucho lo que me dices fue su respuesta. Después te veo concluí ya desde la puerta. Cuando iba bajando la escalera, me di cuenta de que yo había subido con un mensaje y no lo había transmitido. Sentía que era muy importante volver y tener otra chance de decir las dos palabras mágicas.

Volví escaleras arriba, golpeé la puerta y la abrí. ¿Tienes un minuto, Tim? Claro, papá. Siempre tengo uno o dos minutos. ¿Qué quieres? Hijo, la primera vez que vine a decirte algo, surgió otra cosa. En realidad, no era lo que quería compartir contigo. Tim, ¿recuerdas que cuando aprendías a manejar, me causaba muchos problemas? Escribí dos palabras y las puse debajo de tu almohada con la esperanza de que te sirviera para algo. Había cumplido mi tarea como padre y le expresaba mi amor a mi hijo. Finalmente, después de un poco de palabrerío, miré a Tim y le dije: Lo que quiero que sepas es que te queremos.
Oh, gracias, papá. ¿Tú y mamá? preguntó mirándome. Sí, los dos, no lo decimos lo suficiente.

Di media vuelta y salí. Mientras iba bajando la escalera, empecé a pensar: "No puedo creerlo. Ya subí dos veces, sé cual es el mensaje y sin embargo digo otra cosa". Decidí que volvería y le diría a Tim exactamente lo que pensaba. Lo oirá directamente de mí. "¡No me importa que ya mida un metro ochenta!" Entonces, vuelvo, golpeo la puerta y él grita: Espera un minuto. No me digas quien es. ¿Otra vez tú, papá? ¿Cómo lo sabes? Lo he sabido desde  que eres mi padre, papá me respondió. Hijo, ¿tienes otro minuto? me animé. Sabes que siempre tengo uno, así que entra. ¿Supongo que no me dijiste lo que querías decirme?
¿Cómo lo sabes? Te conozco desde que usaba pañales. Bueno, esto es lo que no te dije, Tim. Solamente quiero expresarte lo especial que eres para nuestra familia. No es lo que haces, y no es lo que has hecho, como todas las cosas que haces con los chicos de tu edad en la ciudad. Es lo que eres como persona. Te quiero, y deseaba que supieras que te quiero, y no sé porque me contengo en algo tan importante.

Me miró y dijo: Ey, papá, se que me quieres y realmente es fantástico oírte decirlo. Gracias por tus pensamientos y por la intención. Cuando iba saliendo, me dijo: Oh, eh, papá. ¿Tienes otro minuto?  "Oh, no. ¿Qué va a decirme?", pensé y le dije: Claro, siempre tengo un minuto.
No sé dónde aprenden los chicos estas cosas, estoy seguro de que no puede ser de los padres, pero dijo: Papá, quiero hacerte una pregunta. ¿Sí? ¿Papá estuviste asistiendo a un taller o algo por el estilo? Pienso que como cualquier chico de dieciocho años, me había tomado el tiempo, y le contesté: No, estaba leyendo un libro y decía lo importante que es decirles a los hijos lo que uno siente por ellos. Ey, gracias por tomarte el tiempo de hacerlo. Más tarde hablamos, papá. Pienso que la mayor enseñanza de Tim esa noche fue que la única manera en que se puede entender el verdadero sentido y propósito del amor es estando dispuesto a pagar su precio. Hay que salir y correr el riesgo de expresarlo.

                                                                                                               Gene Bedley